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La primera vez que se deja a un hijo en un jardín o guardería marca la vida de los padres. Se entrega el control a otros y se entiende que hay espacios en donde los pequeños harán, conocerán y vivirán cosas de las que nosotros no seremos partícipes.
por Carolina Vegas *
Todos hemos tratado de mantener la cara seria y tranquila mientras los entregamos en la puerta del jardín por primera vez. Todos hemos dicho más o menos las mismas palabras: “Tranquilo mi amor, en un ratito nos vemos. Que pases rico y juegues mucho”. Todos nos hemos volteado y caminado hacia la salida con el corazón destrozado y el pecho hinchado de angustia. Es normal. Es la primera vez que dejamos a nuestros pequeños en una comunidad diferente a su familia, en un espacio distinto a las paredes de su hogar, durante espacios prolongados de tiempo.
Quizás sea el hecho de no saber qué hará en todo el día. Tal vez sea no saber cuántas veces llorará, se reirá, a qué hora exacta irá al baño, o cuál de las actividades disfrutará más ese día. La realidad de perder el control sobre esa criatura que hemos vigilado, cuidado y consentido desde el momento mismo en que nos la entregaron en brazos. Porque su bienestar es nuestra responsabilidad más grande en la vida, ¿pero cómo podemos cumplir a cabalidad nuestra labor si no podemos vigilar sus pasos a cada segundo?
Cuando Luca entró al jardín, hace un año, el proceso fue difícil para ambos. Nuestro apego, nuestra conexión, hizo que esa separación fuera especialmente dolorosa. Después de pasar dos mañanas juntos en ese nuevo espacio, llegó el día en que tendría que entregarlo en la puerta e irme sin él. Traté de controlar mis expresiones faciales al máximo, cosa que no es fácil para mí, y darle tranquilidad a la hora de despedirme de él. Le dije que gozara a sus amigos y profesores, los juguetes y las actividades. Solté su mano, giré mi cuerpo y me fui. Sola. Sin él. Con un nudo en la garganta, el estómago aleteando de angustia, lágrimas en los ojos y el corazón partido en mil pedazos. Caminé recto, sin mirar atrás. Pero mi cara estaba tan trasfigurada que otra mamá, que ya estaba montada en su carro y lista para irse, apagó el motor, se bajó y corrió a abrazarme. Y así las dos nos sostuvimos con fuerza, como si no fuéramos a ver a nuestros hijos nunca más, como si lo hubiéramos mandado a la guerra o algo así. Y sí, fue dramático en exceso, pues los veríamos de nuevo en apenas tres horas. Pero así nos sentíamos.
Luca llegó perfecto y feliz. Pero al día siguiente cuando le cayó el 20 de que esa rutina se repetiría más de una vez, entró en crisis. “No quiero ir al jardín”. “No quiero ir a la ruta”. Esas se convirtieron en las frases más repetidas en nuestra casa. A cualquiera que llegara se las decía. Y por las mañanas, apenas le ponía la chaqueta y le colgaba la lonchera, comenzaba a pegar alaridos que se oían en todo el edificio. Temblaba, se sacudía, se tiraba al piso con todo el peso de su cuerpo para que no lo pudiera alzar, las lágrimas rodaban gruesas y espesas por sus cachetes rojos.
¿Quién puede dejar a su hijo con tranquilidad y confianza en una ruta en esas circunstancias? Lloré cada vez que lo monté al bus esos primeros días. A mediodía mi hijo llegaba contento, feliz. Pero a la mañana siguiente los decibeles de sus aullidos iban in crescendo. ¿Éramos malos padres por dejar que nuestro hijo fuera al jardín desde los 2 años? ¿Lo estaban maltratando en ese lugar? ¿Lo estaba maltratando yo al no escuchar sus súplicas para dejarlo quedarse en casa conmigo?
Me dijeron que era normal, me dijeron que mi hijo me estaba manipulando. Cada mediodía de esas primeras dos semanas la profesora de Luca me llamó a contarme cómo le había ido a mi pequeño en el jardín. “Es el más sociable. Juega con todos. Llega con una sonrisa de oreja a oreja y saluda a todo el mundo con emoción”, me decía ella. ¿Mi hijo? ¿El mismo que dejaba en la ruta hecho una bola de mocos y lágrimas? No podía ser.
Un día, quizás el sexto o séptimo de la nueva rutina, el llanto de mi bebé llegó a su máximo nivel. Lo vi tan mal cuando lo monté a la buseta que a los cinco minutos llamé al conductor. “Señora Carolina, no se preocupe. Mire que Luca todos los días ha dejado de llorar tan pronto comienza a andar el carro y es más, hace chistes y canta con los demás niños de la ruta”, me aseguró don Carlos.
¡Mi hijo me estaba manipulando! En efecto estaba midiendo cómo lograr que un día lo bajara del bus, o le permitiera quedarse en casa. Él estaba perfectamente bien, la pasaba feliz y claramente disfrutaba del jardín. Pero era una novedad en su vida y esos cambios generan resistencia. Cuando entendí que no ocurría nada malo y descubrí que así como yo conocía a mi hijo al dedillo, él me conocía a mí, bajé la guardia. Apagué la señal de alarma, y todo se convirtió en una rutina amable y divertida.
Luca ama su jardín, y nosotros también. Y hace una semana, cuando por fin regresó después de unas largas vacaciones, se montó a su ruta feliz y emocionado. Aunque confieso que aún me cuesta aceptar que existen espacios, momentos de la vida de mi hijo, que me son ajenos. Que nunca sabré con exactitud cuál es la actividad que más disfrutó, qué lo hizo reír y si lloró por algo. Pero la realidad de la vida es esa. Ellos son seres independientes de nosotros, y aceptar eso duele. Es como si arrancaran un brazo de un tirón. Es como si nos quitaran un pedazo de corazón. Al final la calidad de nuestra labor como padres se medirá en las capacidades que tengan nuestros hijos de navegar por el mundo, solos, sin nosotros. Somos el trampolín, pero el vuelo es todo de ellos.
Fuente: semana.com
Fecha:
16 de Octubre de 2018 Lugar: Regresar |
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