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Hace falta innovar más para que la educación alcance todo su potencial como agente transformador en la sociedad.
Para que las escuelas e instituciones educativas les den a los estudiantes las habilidades que necesitan para prosperar en este siglo tienen que ocurrir dos cambios fundamentales. Uno, se debe promover el desarrollo de las mismas más allá del conocimiento en las disciplinas académicas básicas, y dos, se debe estimular el desarrollo de formas de gestión basadas en el desarrollo de redes y de grupos de construcción colectiva del conocimiento.
En las últimas décadas, diversos esfuerzos nacional e internacionalmente han coincidido en la urgencia de asegurar que las competencias que adquieran los estudiantes les permitan contribuir y participar cívica y económicamente en la sociedad.
El informe de la Comisión Delors, hecho por la Unesco como resultado de una consulta global durante los años noventa, formuló una valiosa concepción holística de cuatro pilares del aprendizaje: aprender a ser, conocer, hacer y convivir. A fines de la misma década, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) hizo una consulta para definir las habilidades necesarias para vivir en democracia y en sociedades del conocimiento. Eso dio base a los estudios de PISA que se iniciaron en el año 2000 para medir las competencias avanzadas de tipo cognitivo de estudiantes en áreas de lenguaje, matemáticas y ciencias.
Otros esfuerzos semejantes incluyen una iniciativa auspiciada por las principales empresas globales de tecnología (Evaluación y Enseñanza de competencias del siglo XXI). El Departamento de Trabajo de Estados Unidos patrocinó un informe en 1991 especificando las de índole laborales que las escuelas debían desarrollar (US Dept of Labor Secretary’s Commission on Achieving Necessary Skills). Este informe destacaba su importancia para administrar recursos, tiempo, dinero, materiales, personas, capacidades interpersonales, competencias para procesar información, comprensión de sistemas y tecnológicas. En la base de estas se encuentran las de lectura, escritura, aritmética, comunicación, pensamiento, toma de decisiones, y las personales, como responsabilidad individual, autoestima, sociabilidad, manejo personal e integridad.
Aun cuando existe un consenso creciente sobre la importancia de que las escuelas desarrollen competencias más amplias que las que contempla el énfasis tradicional del currículo en las asignaturas básicas, muchas escuelas y sistemas educativos están apenas adelantando esfuerzos para subir un par de peldaños en la jerarquía de habilidades para pasar del conocimiento de los hechos a la comprensión y, así mismo, a la capacidad de resolver problemas.
Desde la Universidad de Harvard estudiamos la forma como los países se enfrentan a este reto. Realizamos una investigación comparada no solo sobre los propósitos de sus currículos académicos, sino también sobre los programas y políticas que les permiten lograr dichos objetivos.
En este esfuerzo, aún en curso, encontramos importantes diferencias. Unos países utilizan un modelo importado de la gestión de empresas del siglo pasado que consiste en definir metas específicas, medirlas y utilizar incentivos para lograr estas metas (por ejemplo, mejores puntajes en pruebas estatales o internacionales). Otras naciones, como Singapur, invierten más en desarrollar los contenidos y en preparar mejores profesores y directores de escuela para que puedan apoyar a sus alumnos en el desarrollo de estas habilidades del siglo XXI.
Ahora, las herramientas exitosas para mejorar la gestión educativa no son igualmente útiles para promover la innovación en las aulas. En el primer caso, que se enfoca en resultados, se hacen reformas a gran escala pero se descuida la pertinencia de los contenidos educativos y las particularidades de cada grupo de alumnos de acuerdo con sus contextos social y cultural. Cambiar los propósitos de la educación, y en particular traducir loa propósitos más difíciles de alcanzar en una nueva cultura escolar, requiere esfuerzos de mayor complejidad y ambición.
Como resultado, estos sistemas industriales sí han mejorado la eficiencia pero no han logrado inducir reformas que promuevan la innovación, ya que los instrumentos utilizados para lograr la orientación a corto plazo, a los que ellos llevan, desplazan a la perspectiva de la transformación de largo alcance que es necesaria para reformas más adaptativas de la escuela a los cambios sociales de su entorno.
Sin embargo, hay nuevos desarrollos en diversas áreas donde la tecnología permite incorporar a grandes grupos expertos en la solución colectiva a problemas complejos. La versión más popular de este concepto es el crowdsourcing, que es solo una instancia de una clase general de formas de ‘inteligencia colectiva’. Actualmente es posible crear sistemas que permitan que grupos amplios de profesionales de la educación –maestros y directores de escuela– participen en la definición de los propósitos de la educación y en el desarrollo de pedagogías y planes de estudios que preparen a los estudiantes para esta era.
Vivimos en una época de oportunidades sin precedentes para la innovación educativa generada a menudo por pequeños grupos, y hay un gran potencial de cambio para la educación si se estudian estas novedades locales, que no en pocos casos están ayudando a los estudiantes a desarrollar las competencias que necesitan.
Se deben difundir estas buenas prácticas de la educación y lo que hacen las diferentes comunidades de aprendizaje profesional para que se transfiera el conocimiento. La educación del siglo XXI se podría acelerar si se promueve la innovación a través de redes para que involucren más a maestros y a otros innovadores educativos en grupos que conformen una ‘mente colectiva’ que asuma retos más allá de las capacidades individuales de sus integrantes. Una educación del siglo XXI requerirá también de una gestión apropiada para el mismo.
Fuente:https://sostenibilidad.semana.com
Fecha:
13 de Noviembre de 2018 Lugar: Regresar |
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